¿Qué pasa si le pides a un niño que golpee a una chica?
Sabemos que las mujeres padecen atroces formas de violencia tales como la ablación o mutilación genital, el planchado de pechos, la lapidación, la violación retributiva, la esclavitud sexual, los matrimonios concertados de niñas o el rapto de novias. Aunque esa violencia afecta a millones de mujeres, no suele ser portada en los periódicos pues se piensa que, afortunadamente, se trata de una realidad que nos es ajena, propia de culturas “no occidentalizadas” en las que los indudables benefi cios de una democracia de derechos no han llegado1 . Pero lo cierto es que en todos los países del mundo, incluidas las “decentes” democracias occidentales modernas, la realidad de las mujeres es muy distinta a la de los hombres.
Las mujeres representan el 70% de la población mundial viviendo bajo pobreza. Su salario es entre un 10% y un 30% menor que el de los varones en el mismo cargo, con las mismas funciones (en algunos países la brecha se sitúa entre el 30 y 40%). Ellas son responsables de dos tercios del trabajo realizado en el mundo, pero reciben solo el 10% de los beneficios. Son propietarias del 1% de las tierras de cultivo, aunque representan el 80% de la mano de obra campesina. Por si fuera poco, dos de cada tres (un 66%) sufre algún tipo de violencia (física, sexual, psicológica o económica) dentro o fuera de sus hogares.
El fenómeno de la violencia contra las mujeres es transversal, o sea, se presenta en todos los países del mundo, incluso en aquellos que se caracterizan por una consolidada práctica de protección y promoción de derechos fundamentales. ¿Por qué sucede este fenómeno? En lo que sigue intentaremos mostrar que la respuesta se encuentra en comprender que la violencia de género –real y simbólica– opera como una forma de opresión subyacente a la propia estructura de nuestras sociedades, a la forma en que organizamos el Estado y, por cierto, al modo en que comprendemos el Derecho.
La opresión estructural que sufren las mujeres, que les niega su calidad de agentes morales iguales a los hombres, es la causa más profunda de su marginación y pobreza. Mientras esa opresión subyacente, instalada en el corazón mismo de las sociedades en las que vivimos, no se modifi que, no habrá cambios en las cifras. La violencia se vincula directamente con la falta de independencia económica y moral de las mujeres, quienes suelen realizar los trabajos peor remunerados o valorados socialmente.
Pero no todo está perdido. Existen países que se han tomado seriamente la problemática de la discriminación contra la mujer asumiendo que la clave del cambio radica en terminar con la explotación y, por tanto, apostar decididamente por la división equitativa de los roles sociales tanto en el espacio público como privado.
Moss propone una división de estos países en tres grupos: Primero, países con estados de bienestar que proveen un conjunto de licencias parentales remuneradas durante un periodo de al menos nueve meses, manteniendo los ingresos salariales (2/3 o más del salario). En este grupo se encuentran los cinco países nórdicos (Islandia, Finlandia, Dinamarca, Noruega y Suecia), tres países del Centro y del Este de Europa (Eslovenia, Estonia y Hungría) y Alemania.
En segundo lugar están aquellos países que permiten entre cuatro y seis meses de licencia retribuida (al menos con 2/3 del salario) a las madres mayoritariamente y, en algunos casos, a los padres. Como no se trata del tipo de licencia parental con sostenimiento de los ingresos salariales, es inasequible para la mayoría de madres y padres trabajadores. España se encuentra en este grupo. Finalmente, se hallan los países que proveen menos de dos meses de licencias remuneradas (2/3 del salario previo), entre los que están los cuatro principales países de habla inglesa, Australia, Canadá, Estados Unidos y Reino Unido17. Con todo, el estado de Québec dentro de Canadá (de orientación socialdemócrata) ha desarrollado desde 2006 una política propia de licencias parentales, que lo sitúa en el primer grupo de países; el resto de Canadá ofrece hasta 50 semanas de licencia remunerada, pero con la mitad de los ingresos salariales previos, por lo que está debajo del indicador de la Comisión Europea18.
Se ha comprobado que cuando la licencia parental es solo un derecho, su uso por parte de los varones es bajo. Por ejemplo, un 2% en Finlandia o Polonia, 3% en Austria, 5% en Alemania –con la regulación anterior a 2007– y un 10% en Canadá. Pero si la licencia parental es concebida como un derecho individual intransferible y es bien remunerada, el uso entre los hombres aumenta. En este caso están los países nórdicos, como Dinamarca, donde el 62% de los hombres con hijos nacidos entre 2002/03 usó la licencia parental una media de 25 días. En Islandia, en el año 2003 por cada 100 madres, 84 padres usaron algún periodo de licencia parental, una media de 94 días. En Noruega, un 89 % de los padres en 2003 usaron la licencia parental, aunque solo el 15 % la usó más tiempo que el mes de cuota paterna intransferible. Finalmente en Suecia el 90 % de los padres de hijos nacidos en 1998 han usado la licencia parental, principalmente cuando sus hijos tenían entre 13 y 15 meses de edad.
Estas cifras evidencian que, si bien el cuidado de los hijos continúa siendo un elemento asociado al género, es posible incentivar un cambio gradual que reparta la responsabilidad paterna desde el trabajo remunerado hacia la atención y el cuidado de los hijos. Es decir, hacia la promoción eficientemente de la igualdad.
El derecho a la igualdad consiste en ser tratado con la misma consideración y respeto. Su justifi cación se deriva directamente de la atribución a todos los seres humanos de la idéntica calidad de agentes morales21. Este ideal nos exige la remoción de cualquier obstáculo que niegue esa tratamiento, lo que suele denominarse igualdad formal. Tal sería el caso de postulados racistas, sexistas o discriminadores en razón del género22. Pareciera evidente que la igualdad entendida en estos términos es una exigencia de la racionalidad ética, que se deriva de la universalización de la dignidad última que cada uno de nosotros se atribuye como agente moral y que, por ello, hemos de reconocernos recíprocamente entre todos los agentes morales.
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